El cine y la ciudad: Sevilla

Solo un cineasta-pintor como Carlos Saura, con esa audacia formal y contenida que tenía a la vez un pie puesto en el arte pasado y otro en el cine presente, es capaz de retratar una ciudad en una película sin ni siquiera mostrarnos una sola imagen de ella. Luis Cernuda escribió en Ocnos la más bella elegía sobre Sevilla sin escribir su nombre una sola vez. Saura parece tomar un punto de vista parecido en Sevillanas (1992), con el saber mirar que poseía entrenado en la fotografía; y traza un collage brumoso, nostálgico y emocionante de la ciudad casi con las herramientas de un cuadro abstracto.

En esta secuencia que cierra la película, decide que todo pivote alrededor de una Rocío Jurado gigante e inabarcable situada en el centro mismo de la gente (una turris fortissima). Y con la cámara sabia de José Luis Alcaine, nos desvela el alma de una ciudad entera a base de impresiones. Toda la ciudad está ahí: la luz blanca de la primavera,  la alegría de un mediodía bajo el sol, los colores que hacen la ciudad, la mirada orgullosa  de sus gentes, la bulla acompasada, la ciudad organizada en torno a la fiesta, la ciudad fabricada por sus habitantes en ritos que se repiten desde hace siglos, las arquitecturas efímeras, sus sombras y sus luces.

Y en una decisión audaz y hermosa para cerrar la película, decide elevar poco a poco la cámara y mostrarnos el truco de su película y, a la vez, tocar la médula de la ciudad como sólo lo han hecho algunos grandes poetas: quizás Sevilla sólo sea una gran tramoya, una ciudad imaginada, un ideal nostálgico, un espejismo falso o un trampantojo que únicamente existe como certeza en las cabezas de los que la habitamos; y que, siempre que la evoquemos con los ojos cerrados, es la más rotunda de las verdades.



El cine y la ciudad: Brujas

Sigo coleccionando secuencias iniciales de películas en las que una ciudad concreta sea protagonista -no solo un puro marco de la acción, sino un actor principal-, y cuyo director decida que, desde el mismo comienzo de la película, quiere poner el foco sobre ella y ayudarnos a entenderla ahí mismo, en esas primeras imágenes. Hay muchas, muchas películas así; cuando empecé a hacer la lista ya me pareció extraña tanta casualidad, que no es tal, lógicamente, sino un mecanismo narrativo y visual obvio, pero que ha dado grandes secuencias en las historia del cine.

In Bruges (Martin McDonagh, 2008), o como se llamó en España, Escondidos en Brujas, con esa sutil forma de destripar las tramas que tienen los encargados de traducir los títulos en España (hay una tesis pendiente aquí), es una espléndida comedia negra, amarga y dura en muchos momentos, pero en la que, como en casi todas las de su director, los personajes dejan asomar rayos aislados de bondad y esperanza, apenas intuidos, casi invisibles y que no pueden sobrevivir entre tanta negrura y violencia. Los dos protagonistas pasan unos días escondidos, a cubierto de peligros, en la ciudad de Brujas, como un tiempo de purgatorio, en una situación vital de tránsito entre un pecado y una salvación improbable. La ciudad belga se nos muestra en esta primera secuencia ya como a los protagonistas en su desembarco en ella: con esa luz de postal fantasmagórica, y la precisa banda sonora de Carter Burwell de fondo, su primera impresión es de placidez,  pero parece haber en ella algo subterráneo y amenazante, difícil de descifrar si no se manejan los códigos del arte religioso y medieval. Y ya se vislumbra aquí, en la escenografía que la ciudad despliega para recibirles (gárgolas, criaturas mitológicas, sonrisas congeladas, torres tenebrosas), al enemigo que les perseguirá durante toda su historia: la culpa.


El cine y los edificios: La ventana indiscreta.


La secuencia inicial de “Rear window” (Alfred Hitchcock, 1954) es en realidad una presentación precisa y sintética de los 2 personajes centrales de la película. Uno, el personaje que interpreta James Stewart, introducido en dos pinceladas, casi al modo impresionista: una pierna escayolada, una cámara rota, fotos de coches de carreras, de modelos,  de mujeres… en apenas 20 segundos ya sabemos todo lo que necesitamos conocer sobre nuestro héroe. Y otro, el edificio  del Greenwich Village donde se desarrolla la intriga, siempre visto desde la ventana del protagonista. El director levanta las persianas como si levantara el telón y ya nos avisa de que esto es puro teatro. Y en 2 planos generales muy dinámicos, la cámara de Hitchcock -curiosa y mirona como nunca, en esta película que es casi una sublimación del voyeurismo- nos presenta al edificio y a los personajes con una mezcla de humor, humanidad y sofisticación. Conocemos el patio, cada apartamento, sus interiores, sus ventanas y sus habitantes y se despliega así ante nosotros el escenario para la acción. 


Poco más de 3 minutos de pura maestría, de cómo narrar mucho con muy pocos elementos. Y el director ya nos ha instalado una idea en la cabeza para que se nos quede flotando delante de la pantalla, antes del misterio que nos irá revelando poco a poco durante el resto de la película: los edificios, como cada uno de estos apartamentos, terminan siendo como las personas que los habitan. 

La distribución de los pesos

Decía Joan Margarit en este espectacular texto:

“La arquitectura es, fundamentalmente, el arte de la distribución de los pesos. La poesía también lo es, aunque metafóricamente.”

El buen Arte tiene la capacidad de emocionar en primer lugar, y, a menudo, de expresar o condensar lo abstracto que habita dentro del que lo crea, de manera consciente o inconsciente. Todo lo que es inasible, insondable o ni siquiera puede formularse en forma de preguntas y respuesta concretas. Lo trascendente que habita en todo lo intrascendente, las sensaciones que no tienen ni nombre, misteriosas, y que son las que nos mueven y dirigen como un impulso original y primitivo. 

Y dentro de todos los tipos de saberes, de disciplinas y de artes, siento últimamente que la Poesía ocupa el lugar más elevado. Definir, destilar, congelar, perpetuar “el infinito que llevamos dentro” en palabras de Juan Ramón Jiménez, con tan pocos elementos como lo hace un poema (apenas unas cuantas palabras, una estructura formal de pesos -de versos y de rimas- que casi no se ve, como un andamiaje invisible) es una creación sólo al alcance de espíritus elevados muy concretos, tocados por un dedo superior, una chispa singular. También siento que cuanta más poesía lea, mejor arquitecto seré.




La mirada común de Eastwood y Sorrentino

Viendo películas de dos cineastas que venero, Clint Eastwood y Paolo Sorrentino, a menudo pensaba que había algo común entre ellos, algo invisible que los conectaba, difícil de percibir a priori pero siempre persistente, como una sensación familiar flotando en sus películas.

Tardé en verlo: los dos tienen una mirada de compasión decidida hacia todos sus personajes, incluso reconociendo sus miserias y debilidades. Y sólo caí en ello escuchando sus músicas, las de sus películas. Sorrentino y Eastwood siempre miran a sus personajes con comprensión y con cierta ternura, nunca con condescendencia; y destacan de ellos la bondad y los aspectos más blancos de sus corazones por encima de sus negruras. Y para hacer eso, los dos se apoyan en la música de la misma manera: aunque desde géneros distintos (el "casi" jazz de Eastwood y el eclecticismo contemporáneo de Sorrentino), su uso es idéntico en los dos casos, marcando los mismos subrayados y asumiendo en sus miradas a los protagonistas de sus películas una cierta visión trágica de la existencia, que - en sus caracteres cansados, crepusculares, escépticos, pero siempre buenos- casi no merecería la pena ser vivida si no fuera por algunos fogonazos aislados de belleza. 






Alegato por un blog

 
¿Tiene sentido retomar un blog ahora? Puede parecer que no. Es algo pasado de moda, fuera de tendencia. Muchos jóvenes de hoy seguro que ya no reconocen ni la propia palabra: “blog”. Una palabra que resultaba exótica cuando la escuché por primera vez sin entender muy bien a qué se refería, creo que en 2005, y que ahora suena decadente y casi prehistórica. La velocidad, la aceleración a la que se mueve el mundo hoy, afecta a los soportes en los que pensamos, escribimos o dibujamos. No solo la pantalla enterró al papel como medio y soporte principal de nuestras ideas, sino que en el propio medio digital, líquido e inasible por naturaleza, las formas y los medios se suceden vertiginosamente y se derriban unas a otras. Y sí, han pasado 15 años desde aquello, pero hace ya mucho que el blog murió como tendencia. Por eso quizás, ante la falta de reposo y sosiego que sufro cada día (para pensar, para trabajar, para interpretar lo que sucede a mi alrededor), de repente caí en que la solución la podía tener muy cerca: un blog olvidado. No digo yo que de repente vaya a resolver mis problemas y dudas, que me vaya a iluminar las situaciones de cada día en esta profesión esclava y señora; pero quizás me permita reflexionar y divertirme sin la ansiedad que genera la necesidad de responder mentalmente aquí y ahora, en 140 caracteres y en medio minuto, a algunas cuestiones que me interesan o me gustan o me preocupan. Y luego está el placer de compartir, con amigos o desconocidos, los intereses comunes; de una forma más parecida a una charla apacible de bar y menos a una conversación desordenada y gritona, como ahora se resuelve todo. Y también la necesidad de reaccionar, aunque sea íntima y personalmente, a toda esta velocidad inexplicable que nos ciega y paraliza para pensar. Al menos, espero divertirme. Quién diría que escribir tonterías en un blog podía parecerme un gesto contracultural…

Un estilo nacional

El Neoclásico es el estilo nacional alemán. Un estilo unificador, de imagen potente, reconocible, asociado a victorias y nobleza, en un país con una historia troceada y desmembrada. Independientemente de su nacimiento en el XIX, el Romanticismo y la figura de Shinkel, es llamativo cómo se sigue construyendo en Neoclásico, o como se construye con lenguaje y formalidad contemporánea pero con los ecos de los órdenes clásicos.

Las portadas neoclásicas de las casas de Bremen, que disfruto en los veranos, parecen también sumarse a ese rasgo que observo en las ciudades alemanas o suizas: conservar y no demoler y comenzar todo desde cero a la menor ocasión. La oportunidad, entendida en Alemania, sería no demoler. Hemos visto infinitud de locales, aseos, restaurantes, que siguen como en los años 70 u 80. No hay necesidad de reformarlos solo porque parezcan anticuados. Lo mismo ocurre con el Neoclásico: se siguen construyendo columnas y frontones, porque de algún modo, siguen funcionando. ¿Qué necesidad hay de cambiar de lenguaje?, deben preguntarse. Una mentalidad práctica y conservadora que define a un país.

El cine y la ciudad: Roma (II)


La grande bellezza (Paolo Sorrentino, 2013) es como la misma Roma: excesiva, virtuosa en su técnica, barroca en su imaginería, múltiple en sus referencias y compleja en su esencia. Y a la vez, transparente como una fuente romana; y abierta y llena de aire. Es una película, literalmente, pegada a una ciudad. El juego de espejos entre la película y la ciudad es brillante: la película sólo puede tener ese fondo y esa forma cinematográfica porque ese es el fondo y la forma de Roma. Siempre, según Sorrentino.

La escena inicial ya lo deja bien claro. La cámara exhuberante y acelerada de Sorrentino se mueve ágil por el Gianícolo, mirando al Trastevere y a toda la ciudad: la presencia abrumadora, de la historia, del pensamiento, del arte, que atraviesa siglos y milenios y te aplasta con su peso, que te asfixia - ese calor también- y te atosiga de puro atragantamiento, de atracón de belleza. La ciudad, como el protagonista de la película, Jep Gambardella, no es capaz ni de soportarse a sí misma y se hunde en una decadencia elegante y que acumula pátinas del tiempo como una manera de demostrar lo que fue y lo que es, lo que podría ser.

No sabemos si el turista se desmaya por agotamiento o por un súbito Síndrome de Stendhal. Las dos cosas son posibles en Roma; y las dos opciones son posibles viendo La grande bellezza.

El espacio sagrado moderno y contemporáneo. Santa Rita, Madrid



Por motivos familiares, llevo años visitando con cierta frecuencia la Iglesia de Santa Rita de Madrid, un templo parroquial de los Agustinos Recoletos en la calle Gaztambide. Proyectada por los arquitectos Antonio Vallejo Álvarez y Fernando R. de Dampierre e inaugurada en 1959, desde que la visité por primera vez, la iglesia me atrapó, como arquitecto y como católico.

De la sorpresa y el asombro inicial se pasa a los interrogantes sobre la formalización del espacio, sobre la construcción del templo y, particularmente, sobre su estructura portante. La fuga hacia arriba  es un elemento de composición clásico en la Arquitectura cristiana pero aquí está llevado hasta sus últimas consecuencias, con toda la sección del templo orientada hacia la verticalidad, haciendo fluir el espacio en un movimiento único, concentrado y ascendente. La difícil cuestión de la planta circular - que favorece la identificación de la Asamblea y que tanto se practicó con resultados desigüales después del concilio Vaticano II- y la convivencia de la misma con la clara direccionalidad que supone la orientación hacia el altar, se resuelve aquí de forma ejemplar, trabajando desde la planta y desde la sección del templo al mismo tiempo. En ese sentido, podría verse como un proyecto "anticipado a su época", que se resiste al clásico análisis y representación por plantas y requiere de otros modos de representación espacial para la comprensión de su espacio. Pueden consultarse magníficos artículos y comentarios sobre el proyecto y su proceso de construcción, incluso narrado por los propios arquitectos, aquí, aquí y aquí

Como arquitecto, cada vez que acudo al templo me asalta la curiosidad y me surgen preguntas sobre la construcción, la estructura o la fabulosa integración de la decoración y el uso de la simbología en esta Arquitectura: la composición de los altares y retablos cerámicos, el friso con la corona de espinas, la resolución de la cúpula. Sin embargo, como católico, no tengo dudas; todo es una certeza: el espacio y su concepción me ayudan y predisponen a la oración y a la conexión con Dios y lo trascendente. Todo está dispuesto en la arquitectura al servicio de ese fin principal. Y eso, entre otras cosas, es lo que hace de este proyecto un modelo.

En el Sur en el que habito, el espacio barroco (barroco en su decoración y su epidermis, la mayoría de estos templos del Sur no tienen una concepción espacial barroca) es el que prima en la arquitectura religiosa y en el imaginario popular. Yo, sin embargo, siempre he pensado que los valores arquitectónicos habitualmente asociados a la buena arquitectura moderna y contemporánea (lo sobrio, lo sencillo, lo despojado de detalles superfluos, lo esencial) son valores más cercanos al ideario cristiano y que un espacio con esas características me distrae menos y me conduce más a la oración. En mi caso, desde luego, funciona así. Pero tengo claro que, al menos en eso, pertenezco a una minoría silenciosa.

El cine y la ciudad. París.

Aunque Woody Allen sea un cineasta netamente neoyorquino y sus películas estén tan ligadas a esa ciudad, en los últimos años ha rodado con frecuencia fuera de su Nueva York natal, fundamentalmente por problemas de financiación. Y su recorrido por ciudades europeas ofrece una visión de ellas algo prototípica, casi siempre autocomplaciente, que se manifiesta especialmente en esta secuencia inicial de Midnight in Paris (2011). 

No deja de ser una sucesión de postales, de una París bellamente fotografiada por el genio de Darius Khondjy y que, con la música de fondo de Sidney Bechet, nos dispone como espectadores ante el escenario perfecto para la historia que nos van a contar; una ciudad de sueños, de ensueños, de encuentros artísticos e intelectuales, donde la cultura europea cristaliza de manera especial y que se nos muestra como un epicentro idealizado de creatividad, con ese punto de vista de cierta cultura americana que mira hacia Europa con un respeto reverencial como el paraíso de la historia y el pensamiento sobre el que ellos cimentaron su identidad. Todo intercalado con los clásicos títulos en blanco sobre negro de las películas de Allen. Pese a su convencionalidad en cuanto al lenguaje cinematográfico que emplea, consigue los dos objetivos principales que aventuro que se planteaba: prepara el escenario para la tragicomedia que vendrá a continuación y provoca unas ganas terribles de visitar París con urgencia. 


El cine y la ciudad. Roma

Todo en La Dolce Vita (Federico Fellini, 1960)  habla de Roma. Una película que describe casi toda una época de una forma muy heterodoxa, pero que habla especialmente de su ciudad. 

Se podrían elegir muchas escenas que definen a Roma. La cualidad de icónica la ostenta la del baño en la Fontana de Trevi de Mastroiani y Anita Ekberg; es difícil resistirse a todo lo que desprende esa escena mítica y esa trama concreta de la película. Pero a mí me gusta especialmente la escena inicial: un paseo aéreo por Roma, desde la periferia hasta su centro, desde sus ruinas hasta las estructuras de las nuevas construcciones de finales de los 50, desde su clase obrera hasta su élite romana dedicada al dolce far niente. Este comienzo ya deja clara la mirada irónica y singular con la que Fellini analizará a la ciudad durante las dos horas siguientes; ya aparecen aquí sugeridos sus temas principales, la incomunicación, el peso de la religión, la frivolidad contrapuesta a una cierta visión nihilista de la vida. Todo en ella sigue siendo transgresor 60 años después. Una revolución de película.


El cine y la ciudad. NYC (II)

¿Cómo retratar Nueva York con apenas unos trazos y unos sonidos? ¿Cómo evocar una ciudad concreta, la Nueva York de los 60, con su mezcla de todo, con sus problemas raciales en aquel contexto americano de los 60, con su urbanismo explosivo, con su movimiento perenne y sus barrios degradados, en la misma Manhattan, hoy impensables? 

La solución a la ecuación pasa en West Side Story (Robert Wise, 1961) por reunir a varios genios, que ya dejan clara su declaración de intenciones en la secuencia de títulos inicial. El grafismo de Saul Bass, sintetizando una isla en apenas unos trazos, la música enérgica de Leonard Bernstein y la cámara de Robert Wise moviéndose hacia el West Side de la isla ,nos presentan el escenario de la tragedia con claridad, concisión y modernidad, enlazando después con el mítico número de presentación de los Jets y los Sharks, coreografiado por Jerome Robbins y que es también un ejercicio de danza precursor de muchas disciplinas ahora de moda en este arte (el parkour, los estilos urbanos). Y cuando el final de la película nos deja clavados, Saul Bass vuelve a interpelarnos y a subrayar esa cierta visión pesimista de la América de los 60 con otra secuencia de títulos finales para no perdérsela. Una ciudad y un momento concreto a través de la lupa de unos gigantes, creativos y únicos.  






El cine y la ciudad. NYC.

Hay ciudades que conocemos como si las hubiéramos visitado mil veces. O eso pensamos. Hay calles, avenidas, parques, que creemos haber recorrido de punta a punta. Edificios que podríamos dibujar con los ojos cerrados. Sirenas, atascos y sonidos que nos suenan casi familiares. Mapas de barrios, rincones, ríos, que podríamos trazar directamente de memoria. Paseos que creemos haber dado. Frases que asociamos a lugares que no hemos visitado. Músicas que nos recuerdan a paisajes que no hemos disfrutado en vivo. 

La cámara y la escritura de Woody Allen, la luz de Gordon Willis y la música de Gershwin, componen un fresco de Nueva York de apenas 4 minutos que condensa una ciudad entera, que captan el espíritu de Manhattan, su realidad y su mito. Y que disfrutamos con gozo, pensando que, de un modo u otro, casi todos somos algo neoyorquinos.


Volver a Soane

Siempre hay que volver a estudiar a John Soane. Y a visitarle en su templo, su casa. Sus espacios son tan modernos que parece que no pudieron ser proyectados en ese momento; y son tan antiguos que parecen acumular más años de los que tienen. Son atemporales porque conectan con siglos adelante y hacia atrás. 

La visita a su casa sigue siendo sorprendente y desconcertante y deja más preguntas que respuestas. El misterio, incluso la broma, como ingrediente del espacio, tan olvidado hoy, se magnifica aquí. Hay algo críptico en esta casa, que no se puede terminar de resolver y que es lo que multiplica el efecto por mil. Su texto "Crude Hints towards an history of my house in Lincoln's Inn Fileds", donde imaginaba su casa como una ruina, como las ruinas romanas y mediterráneas que él visitaba, visitada por las generaciones venideras mientras especulaban sobre su construcción y sus usos, es particularmente extraño, desconcertante, y, de alguna manera, profético. Cuando se pasea por su casa, de algún modo, es imposible no especular e imaginar, ir dibujando mapas mentales y planos imaginarios de la vivienda

La actitud curiosa de Soane, su coleccionismo de Historia y de historias, voraz e insaciable, siempre ilumina. Cualquier situación de arquitectura alumbrada por esa curiosidad sin tregua se enriquece. Un arquitecto mirando hacia atrás para proyectar hacia adelante.

Arquitectura en Doñana


Doñana es un laboratorio. También arquitectónico. Más allá de lo evidente en cuanto a Ciencias Naturales e investigación, en Doñana se puede ensayar cómo el hombre y el medio pueden relacionarse a través de sus construcciones de una manera eficiente, incluso ejemplar. Los edificios de Doñana son testigos del paso del hombre por estas tierras y cuentan ,de una manera silenciosa, como el hombre y un medio natural tan singular pueden convivir y sobrevivir. Sus relaciones y su intensa historia común, como aprendizaje para pensar en un futuro igualmente en común, son un campo de investigación inagotable e intenso. Y en ello andamos.



Intervención en las Jornadas de Investigación sobre la Conservación de Doñana. EBD-CSIC, celebradas en Sevilla en Febrero de 2014.
Conservación, gestión y aprovechamientos de Doñana. José María Rincón Calderón. Universidad de Sevilla. Las edificaciones en Doñana: estrategias de eficiencia

Arquitectura sólida


Lo sólido no siempre tiene que ver con lo robusto. Puede que lo que aporte solidez no sea algo visible, tangible, medible o pesable. Ni tenga que ver con lo que se percibe a primera vista. Puede que el situarse en un lugar, de manera consciente, asumiendo sus ventajas y sus desventajas, aprovechándote de las primeras y minimizando las segunda; puede que el comprender un lugar en lo físico y en lo geográfico, pero también en sus historias acumuladas y en el rastreo de su pasado, y proyectar en consecuencia, sea la manera de construir un edificio más sólido.

Sigo recuperando e investigando asuntos acerca de la arquitectura vernácula y me encontré hace poco con este texto de Antonio Muñoz Molina en su imprescindible ensayo "Todo lo que era sólido" (Seix Barral, 2013): "En los años de más obsesión por la memoria histórica se estaba lobotomizando la memoria visual de los paisajes españoles, la más frágil de todas, la memoria no de los monumentos aislados sino de la arquitectura popular, la prosa de la vida, la herencia de siglos de adaptación sabia y obstinada a las condiciones casi siempre ingratas, la continuidad orgánica entre los paisajes naturales, la agricultura, la edificación, esa belleza austera que uno solía encontrar en casi cualquier sitio de España, y que no tendría que haber sido incompatible ni con el desarrollo ni con el derecho de las personas a mejorar las condiciones de sus vidas".

Hacerse mayor

Louis Kahn, con 50 años de edad y muchos de profesión, decide parar, repensar su arquitectura, pasa un año en Roma y cambia su forma de proyectar. 

Me viene ocurriendo. A otra escala, desde luego, pero mi caída del caballo fue monumental. De repente, me veo estudiando a Kahn, a Palladio, a Soane, a Scarpa, a Venturi.....y a todos los arquitectos barrocos y renacentistas. Tiene que ver, por supuesto, con un cierto desencanto de lo vivido, de lo deslumbrante, de los flashes, de no creerme lo fugaz, lo que aparece en una portada de revista o en un blog y cae en el olvido, lo que no eres capaz de distinguir ni diferenciar pasado unos meses de una lectura descuidada, lo que no permanece en mi cuaderno personal. Como en otras artes, el tiempo sanciona y marca perspectivas y hace que todo madure y gane peso; distingue lo que merece perdurar de lo que no. Aunque, desde luego, a veces se producen injusticias. 

Pero también tiene que ver con mis intereses: antes me dejaba deslumbrar por materiales,  texturas, imágenes, poses, etc. Ahora como Billy Wilder (cuya receta para una buena película tenía tres ingredientes: un buen guión, un buen guión y un buen guión), pienso que la Arquitectura es espacio, espacio y espacio. Y ahí, estos que estudio son unos maestros. Y por eso permanecen.

Vista de San Pedro en Roma, Luois Kahn, 1928-29

Plano picado

Pocas ciudades contemporáneas resisten una visión desde arriba. Caminando por la ciudadela de Ibiza, la visión hacia el Norte ofrece una imagen contenida y controlada, armónica. Paradójicamente, no hubo nadie que la controlara; su arquitectura es eminentemente vernácula, hecha en gran parte y en origen sin arquitectos. Continué dando la vuelta al recinto amurallado, en un paseo de una belleza que quitaba el aliento, y, al girar hacia el Oeste, apareció la ciudad del siglo XX y XXI; una visión caótica, de apariencia desordenada, incomprensible, ilegible, directamente fea. 


La arquitectura vernácula produce, de una manera natural, lenta y con el paso de las generaciones, visiones e imágenes más ordenadas, más atentas el medio, y, desde luego más bellas. Sus mecanismos, que en estos tiempos estoy estudiando con detenimiento, tienen algo de misterioso, de primitivo, pero también de sabiduría acumulada y de sencillez de planteamientos (si es que puede hablarse de planteamientos en esta arquitectura). Por el contrario, la ciudad del siglo XX, donde han intervenido arquitectos, urbanísticas, políticos y agentes varios con todo tipo de intereses, donde se han sucedido planes, proyectos, exposiciones públicas, debates, etc...deja una herencia triste en la mayoría de nuestros cascos urbanos.

Un amigo norteamericano me decía hace poco que le maravilla la belleza de nuestras ciudades, pero sólo en los cascos históricos convenientemente conservados; el resto de nuestras ciudades le parecían realmente desastrosas. Y tuve que darle la razón.

Un giro inesperado

No me interesó desde siempre. En la Escuela no me lo contaron especialmente bien ni lo iluminaron con un foco especial. Tiene más que ver con mis intereses en los últimos tiempos de desencanto por lo que nos deslumbró, por cómo nos dejamos deslumbrar. Y por interés, por qué no decirlo, por lo que no brilla lo suficiente para deslumbrar, para que nos llame la atención en esta época de neones, publicistas, fotógrafos y edificios con nombres estratégicamente escogidos. La obra de Louis Kahn es tan interesante que uno no sabe por dónde empezar a disfrutar. No he tenido la suerte de visitar ninguna de sus obras construidas, pero tengo la certeza de que el día que pueda visitar, por ejemplo, la Phillips Exeter Academy Library o el Salk Institute, las sensaciones serán muy parecidas a las que tuve en el Panteón de Agrippa o en la Casa de John Soane. Los espacios de Louis Kahn parecen enganchados a espacios antiguos y trascendentales, conectados a ideas más allá de lo material y, simultáneamente, tienen una pureza que remite a lo que debió sentir el primer habitante de una cueva prehistórica. Lo más importante en ellos es la emoción, y todo lo demás está a su servicio.

Desconocía la historia de su vida complicada. Cuando me topé, a través de una charla de TED, con el premiado documental dirigido por su hijo Nathaniel, My Architect, me conmovió. La película, amarga y triste, confronta la obra de un genio con el descuido de su vida, con una familia (o varias) a la que maltrata y hace sufrir. La impotencia de Nathaniel por comprender por qué su padre era un tipo, casi un mito, al que sólo veía de tarde en tarde, y que siempre hacía promesas que no podía cumplir, está contada de una manera tan emocionante como las obras de Kahn. Y eso es extraño y contradictorio. Pero también es muy honesto: al final de la película, como su hijo, el espectador adora y aborrece a Kahn a partes iguales. La misteriosa materia de la que están hechas las emociones, sean del tipo que sean, siempre es la más compleja.

La ciudad acabada

Visité Palma de Mallorca no hace mucho. La intervención en el Paseo de Ronda, de Martínez-Lapeña y Elías Torres (recuerdos de años de escuela y revistas de aquella época), tan anclada en la raíz del lugar, tan atenta al sitio y a su historia, tan culta, disfrutable y abierta, es un buen ejemplo de cómo se ha intervenido en el casco de Palma en los últimos tiempos. Hasta donde tuve oportunidad de disfrutar en mis paseos por esa zona de la ciudad, todo me pareció natural, nada  destacaba ni gritaba. Y, sin embargo, Palma me pareció abierta y en movimiento permanente, en forma y fondo.

Y me recordó, por contraste, a Sevilla; uno, desde luego, mira con ojos más críticos lo que conoce mejor,  pero pensé que Sevilla es una ciudad tan acabada en su modelo, tan "perfecta", tan ensimismada en sus formas, que no admite con facilidad nuevas imágenes. Algo así como un organismo vivo que no asimila bien las nuevas inserciones, que detecta el cuerpo extraño y lo termina expulsando, como una respuesta automática. Quizás esté equivocado y, simplemente, es que no hemos tenido demasiada suerte con los arquitectos que han proyectado y construido determinadas intervenciones en la ciudad, o con los políticos y técnicos que las han planificado, o con los momentos en los que se ha decidido actuar....pero siento que hay algo más: es la propia ciudad, tan cerrada y entregada a su propio mito urbano, la que no permite entrar al extraño, acceder a su intocable corazón, ni apresar su espíritu. Es la ciudad, que ha depurado sus formas y ha creado, de manera en parte artificial, una imagen romántica y legendaria; pero también somos los ciudadanos, que hemos construido un imaginario colectivo (no sólo el imaginario local) que ha entendido la ciudad como terminada y redonda. Y así seguimos.