Un giro inesperado

No me interesó desde siempre. En la Escuela no me lo contaron especialmente bien ni lo iluminaron con un foco especial. Tiene más que ver con mis intereses en los últimos tiempos de desencanto por lo que nos deslumbró, por cómo nos dejamos deslumbrar. Y por interés, por qué no decirlo, por lo que no brilla lo suficiente para deslumbrar, para que nos llame la atención en esta época de neones, publicistas, fotógrafos y edificios con nombres estratégicamente escogidos. La obra de Louis Kahn es tan interesante que uno no sabe por dónde empezar a disfrutar. No he tenido la suerte de visitar ninguna de sus obras construidas, pero tengo la certeza de que el día que pueda visitar, por ejemplo, la Phillips Exeter Academy Library o el Salk Institute, las sensaciones serán muy parecidas a las que tuve en el Panteón de Agrippa o en la Casa de John Soane. Los espacios de Louis Kahn parecen enganchados a espacios antiguos y trascendentales, conectados a ideas más allá de lo material y, simultáneamente, tienen una pureza que remite a lo que debió sentir el primer habitante de una cueva prehistórica. Lo más importante en ellos es la emoción, y todo lo demás está a su servicio.

Desconocía la historia de su vida complicada. Cuando me topé, a través de una charla de TED, con el premiado documental dirigido por su hijo Nathaniel, My Architect, me conmovió. La película, amarga y triste, confronta la obra de un genio con el descuido de su vida, con una familia (o varias) a la que maltrata y hace sufrir. La impotencia de Nathaniel por comprender por qué su padre era un tipo, casi un mito, al que sólo veía de tarde en tarde, y que siempre hacía promesas que no podía cumplir, está contada de una manera tan emocionante como las obras de Kahn. Y eso es extraño y contradictorio. Pero también es muy honesto: al final de la película, como su hijo, el espectador adora y aborrece a Kahn a partes iguales. La misteriosa materia de la que están hechas las emociones, sean del tipo que sean, siempre es la más compleja.

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