El cine y la ciudad: Sevilla

Solo un cineasta-pintor como Carlos Saura, con esa audacia formal y contenida que tenía a la vez un pie puesto en el arte pasado y otro en el cine presente, es capaz de retratar una ciudad en una película sin ni siquiera mostrarnos una sola imagen de ella. Luis Cernuda escribió en Ocnos la más bella elegía sobre Sevilla sin escribir su nombre una sola vez. Saura parece tomar un punto de vista parecido en Sevillanas (1992), con el saber mirar que poseía entrenado en la fotografía; y traza un collage brumoso, nostálgico y emocionante de la ciudad casi con las herramientas de un cuadro abstracto.

En esta secuencia que cierra la película, decide que todo pivote alrededor de una Rocío Jurado gigante e inabarcable situada en el centro mismo de la gente (una turris fortissima). Y con la cámara sabia de José Luis Alcaine, nos desvela el alma de una ciudad entera a base de impresiones. Toda la ciudad está ahí: la luz blanca de la primavera,  la alegría de un mediodía bajo el sol, los colores que hacen la ciudad, la mirada orgullosa  de sus gentes, la bulla acompasada, la ciudad organizada en torno a la fiesta, la ciudad fabricada por sus habitantes en ritos que se repiten desde hace siglos, las arquitecturas efímeras, sus sombras y sus luces.

Y en una decisión audaz y hermosa para cerrar la película, decide elevar poco a poco la cámara y mostrarnos el truco de su película y, a la vez, tocar la médula de la ciudad como sólo lo han hecho algunos grandes poetas: quizás Sevilla sólo sea una gran tramoya, una ciudad imaginada, un ideal nostálgico, un espejismo falso o un trampantojo que únicamente existe como certeza en las cabezas de los que la habitamos; y que, siempre que la evoquemos con los ojos cerrados, es la más rotunda de las verdades.



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